Karl Lagerfeld solía decir que su misión en la moda era fruto de un pacto parecido al que Fausto firmó con el diablo, a través del que el insatisfecho protagonista de la leyenda alemana intercambiaba su alma por la sabiduría ilimitada y los goces de lo mundano. Ese habrá sido el modus vivendi del gran diseñador, fallecido este martes en París a los 85 años, según ha confirmado Chanel, la histórica firma de la que era director artístico desde 1983. No han trascendido los motivos de su fallecimiento, ocurrido en el Hospital Americano de Neuilly-sur-Seine, la rica localidad adosada a París, en el que ingresó de urgencia el lunes por la noche.
Las dudas sobre su estado de salud habían aumentado desde mediados de enero, cuando se ausentó del último desfile de alta costura de Chanel. “El señor Lagerfeld se sentía cansado esta mañana. Le deseamos una pronta recuperación”, leyó entonces la voz en off de su amigo Michel Gaubert, a cargo del diseño musical de todas sus presentaciones. Pero esa mejoría nunca llegó. Su muerte, sumada a las de Saint Laurent, Givenchy o Alaïa, supone la desaparición casi definitiva de una generación de modistas de la que ya solo sobrevive Valentino Garavani.
Lagerfeld nació en 1933 en Hamburgo, en un barrio residencial al oeste de la ciudad portuaria, pocos meses después de la llegada de Hitler al poder. Su padre, Otto Lagerfeld, empresario que había hecho fortuna con la importación de leche condensada, decidió alejarse de la ciudad por miedo a tumultos e instaló a la familia en un lugar aislado, a unos 40 kilómetros al norte de Hamburgo. Pero el personaje clave de esta etapa es su madre, Elisabeth, que habría vendido lencería en el Berlín de entreguerras, una mujer inflexible pero protectora que nunca dudó en defender al joven Karl de los insultos de los otros niños. En tiempos de estética nazi, Lagerfeld prefería vestir con excentricidad, luciendo larga melena y atuendo tirolés. Una señal premonitoria: el mítico traje de tweed de Chanel, prenda estrella que se habrá pasado décadas reinventando, se inspiraba en esa misma tradición.
A los 19 años, convencido de querer trabajar en la moda, Lagerfeld se mudó a París, dispuesto a convertirse en el más francés de los franceses. “No es un asunto patriótico; es puramente estético”, declaró a Le Monde. En 1954, ganó un concurso organizado por la marca de lana Woolmark, en el que se impuso en la prueba de abrigos. Al mismo tiempo, otro joven modisto con aspecto de seminarista vencía en la categoría, más noble, de los vestidos. Su nombre era Yves Saint Laurent. Sería el inicio de una larga relación de emulación y rivalidad, que llegó a su culmen cuando Jacques de Bascher, dandi aristócrata y venenoso, habitual de los clubes homosexuales de la noche parisina, empezó a mantener relaciones simultáneas con los dos. Pese a todo, Lagerfeld convivió con De Bascher hasta su muerte de sida en 1989. Desde entonces, no se le volvió a conocer ninguna pareja a un diseñador que se definía como “una ninfómana del trabajo”.
Lagerfeld formó parte de la generación que impulsó la decisiva transición de la alta costura al prêt-à-porter. Se formó junto a Balmain y Patou, de la que fue nombrado director artístico en 1958. Media década después, fue fichado por Chloé como diseñador, un cargo que compaginó con su colaboración con Fendi, la empresa romana para la que siguió trabajando hasta su muerte. Lagerfeld no tardaría en reinar en París, convirtiéndose en el más culto de entre los frívolos, propietario de una gigantesca biblioteca y apasionado por la historia del siglo XVIII. El diseñador también lideró un clan algo más cosmopolita que el de Saint Laurent, en el que figuraban el ilustrador portorriqueño Antonio López, la editora italiana Anna Piaggi o la modelo Pat Cleveland, asidua de la Factory de Warhol. Lagerfeld llegó a interpretar un pequeño papel en L’amour, la película experimental que el artista rodó en el París de los setenta.
En 1982, los hermanos Wertheimer, propietarios de Chanel, acuden a Lagerfeld para proponerle un contrato de un millón de dólares anuales, con el objetivo de reflotar una vieja marca que ya solo vestían ministras de centroderecha. En cuestión de meses, Lagerfeld logró transformar su reputación, vistiendo a la modelo Inès de la Fressange, que se convertirá en su principal embajadora, pero también a Carolina de Mónaco o a la actriz Isabelle Adjani. Según Paloma Picasso, ese nombramiento sería “un gran salto adelante y una puñalada a Yves”, a quien Coco Chanel había designado como su heredero natural antes de morir. Lagerfeld introdujo los tejanos y las deportivas en sus colecciones y alcanzó la ecuación perfecta ente cambio y continuidad, marca personal y respeto al patrimonio.
Con Lagerfeld habrá cambiado la propia naturaleza del oficio que desempeñó. Un modisto ya no es solo un profesional que entiende de cortes y patrones, sino un director artístico a cargo de toda la dimensión estética de una marca. Al frente de Chanel, Lagerfeld inventa los desfiles espectaculares, se abre a las colecciones cápsula, conquista las redes sociales y convierte a una marca polvorienta en un imperio global de más de 8.000 millones de euros anuales. Lagerfeld también se hizo un disfraz a medida, con su inalterable uniforme compuesto de traje negro, camisa blanca, cola de caballo y gafas oscuras, gracias a las que lograba esconder “una mirada de perrito bueno” que nunca quiso dejar “a la vista del populacho”. Con su temida desaparición, la moda no tendrá otro remedio que volver a transformarse. Pero esa habrá sido, después de todo, la principal enseñanza de un modisto para quien el cambio fue la forma más sana de supervivencia.